Es cierto que un filólogo en el campo de la criminalística es una rara
avis, al menos en nuestro país. Y, sin embargo, no hay disciplinas más
próximas que estas dos... aunque, para comprenderlo, hace falta realmente un
filólogo. Años atrás, al enunciar sus titulaciones como prólogo a la defensa de
un informe de fonética forense durante un juicio, el juez preguntó a un colega
mío qué infiernos tenía que ver la fonética con la filología. Si la cultura de
alguna de sus señorías no alcanza a atisbar que el estudio de los
sonidos del lenguaje es parte de la ciencia que estudia el lenguaje mismo, no
es extraño que más de uno se sorprenda de que haya quien llegue a la
criminalística desde una formación académica filológica.
Sea como sea, lo que une filología y criminalística, estas dos disciplinas
en apariencia tan diversas, no son esas áreas de intersección o solapamiento
que comparten, como la fonética forense o la grafística, sino algo esencial que
tiene fundamentales consecuencias metodológicas.
Y es que tanto el lenguaje como la escena del crimen son sofisticados
sistemas de señales, cada uno con su sintaxis, su gramática. Esta analogía va
mucho más allá del intento de acuñar una metáfora poetizante. Es literal. Es
literal en el sentido de que la sintaxis es la estructura básica con la que un
sistema de señales se organiza para generar mensajes coherentes. Da igual que
se trate de palabras o de restos balísticos esparcidos por el suelo: las
sintaxis difieren, pero la predisposición mental para captar la mecánica
interna productora de significados es la misma. Filología y criminalística son
materias hermanas, ambas derivadas de la semiología.
Sólo un semiólogo habría podido escribir El Nombre de la Rosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario