Cuando en Europa faltaban algo más de
dos siglos y medio para la publicación de los primeros tratados que se
consideran el origen de la medicina forense occidental, en China el erudito e
investigador Sung T’zu (Sòng Cí, en la transliteración unificada pinyin: no confundir
con el Sung Tzu autor del celebre tratado El Arte de la Guerra, un
general del siglo VI) realizaba ya una recopilación crítica y comentada de
textos de interés criminalista —con especial énfasis en la patología y
antropología forenses—, que venían escribiéndose en el Imperio Amarillo desde,
al menos, el siglo III a.C. Tituló la obra Xí-yuān lù jí-zhèng, que
significa algo así como Recopilación de Casos de Injusticia Rectificada,
y la publicó en el año 1247 con el ánimo de instruir a los funcionarios comisionados
para la investigación de casos de muertes dudosas.
Existen
numerosas traducciones de este libro a las lenguas europeas. Alguna de ellas,
como la de H. A. Giles, de 1924, pueden encontrarse online.
Pero, según el consenso general, la versión más completa, fiable y coherente de
esta pequeña joya literaria es la de Brian E. McKnight, de 1981, publicada con
el título de The Washing Away Of Wrongs y con una generosa introducción
que ayuda a comprender el contexto sociocultural en el que vivió, investigó y
escribió Sòng Cí.
Este
libro puede conseguirse todavía a través de Amazon
por un precio nada asequible, si bien existe una versión barata del mismo que
no ha generado buenas críticas, en absoluto.
No es que
la obra de Sòng Cí vaya a revelarle nada nuevo al criminalista del siglo XXI,
pero sí le ofrece una perspectiva histórica necesaria para comprender de un
modo más real y más completo su propia materia. Series como CSI, Bones
y un largo etcétera nos han acostumbrado a contemplar la investigación criminal
en términos muy tecnófilos, muy vanguardistas, muy futuristas... los de un
futuro hecho presente por virtud del imparable progreso científico. Sòng Cí nos
muestra, sin embargo, que la criminalística era una disciplina eficiente,
exigente y bien consolidada en la China de su tiempo e incluso anterior.
Del
investigador criminal se requería ya entonces objetividad, honestidad,
minuciosidad y rigor. Si la dificultad del proceso le obligaba a pernoctar en
la aldea donde se había producido la muerte dudosa objeto de su investigación,
debía asegurarse de que los dueños de la casa donde se alojaba no estuvieran
emparentados ni con la víctima ni con el acusado para no dar lugar a sospechas
de favoritismo entre las personas relacionadas de uno u otro modo con el caso.
Antes de examinar el cadáver, tenía que estudiar las circunstancias del posible
crimen y la victimología del fallecido a partir de los alegatos de testigos
directos e indirectos y de los documentos concernientes. Si la víctima estaba
sólo herida, había que establecer un “límite de muerte”, esto es, un periodo
máximo de tiempo dentro del cual la muerte del dañado (si finalmente se
producía) se consideraría, a todos los efectos legales, consecuencia de las
lesiones sufridas. En este caso, el acusado era condenado por homicidio; en
caso contrario, meramente por un delito de lesiones, recibiendo la pena menor
correspondiente. El “límite de muerte”, en cualquier caso, se estipulaba de
acuerdo con el tipo de lesión sufrida y la naturaleza del instrumento con el
que se había infligido.
El examen
del cadáver incluía la descripción y medición del contexto físico en que se
hallaba y de la posición del cuerpo en relación a todo el resto del escenario.
Las heridas tenían que ser medidas en anchura, longitud y profundidad.
Posteriormente se proclamaban en voz alta; se marcaban con tinta roja, según su
localización en el cadáver, en las ilustraciones impresas del cuerpo humano
—dorsales y ventrales— que el funcionario forense llevaba consigo; se mostraban
a todos los participantes en la investigación y, si éstos estaban de acuerdo
con la representación final, firmaban los impresos otorgándoles categoría de
documentos probatorios... Impresos, sí, porque la imprenta, tanto xilográfica
como metálica de tipos móviles, estaba ya bien establecida en la China del
siglo XIII.
El cadáver debía ser examinado fuese
cual fuese su estado: fresco, hinchado, en avanzada descomposición o
esqueletonizado. Había métodos (cuya eficacia este comentarista se ve incapaz
de juzgar) para tratar el cuerpo de modo que se manifestasen en él las heridas,
contusiones y fracturas no aparentes. En caso de múltiples lesiones, había que
identificar específicamente la causante de la muerte; en caso de múltiples
asaltantes, había que identificar específicamente al principal responsable, el
causante del traumatismo mortal. A la primera investigación sucedía con
frecuencia una segunda, de carácter supervisor, y el funcionario forense original
era penal y plenamente responsable de sus errores voluntarios tanto como
involuntarios.
El libro de Sòng Cí revela que en su
tiempo había ya conocimientos, cuando menos rudimentarios, de entomología
forense. Cuenta, por ejemplo, el caso de un crimen cometido con una hoz. El
investigador, incapaz de resolver el asunto por medio de la victimología del
asesinado, mandó que todo el que tuviera hoz en la aldea se la presentase.
Depositó todas las hoces en el campo, bajo el sol, y observó que las moscas
acudían a una sola de ellas, la que tenía en su hoja restos de sangre no
perceptibles por la vista humana. Detuvo al dueño del arma asesina y logró de
él una confesión instantánea, viéndose el desdichado incapaz de contradecir el
testimonio de los impertinentes bicharracos.
El
concepto de “descomposición diferencial” (la descomposición acelerada que
provocan los insectos en las heridas del cadáver) no era ajeno a Sòng Cí: Durante
los meses cálidos, si los gusanos no han aparecido todavía en los nueve
orificios [los naturales], pero lo han hecho en las sienes, la línea del
nacimiento del cabello, la caja torácica, o el vientre, es porque estas partes
han sido heridas.
La
relación entre la temperatura climática y la velocidad de descomposición de un
cadáver no es algo que requiera de mucha observación o reflexión para ser
percibida. Sin embargo, su cuantificación no es precisamente sencilla. Bill
Bass, por ejemplo, el creador de la Granja de Cadáveres (Body Farm), tras
rigurosos estudios en su macabro laboratorio de la putrefacción humana, llegó
al concepto de “grados diarios acumulados” (accumulated degree days) o ADD en sus siglas
inglesas. El ADD es una unidad de medición que correlaciona el nivel de
descomposición de un cuerpo con la cantidad de calor climático que le ha
afectado desde el momento de la muerte. Diez días a 30oC de
temperatura media en verano constituyen 300 ADD (30 x 10), que son equivalentes
a 30 días a 10oC de temperatura media en invierno. Tanto en una
estación como en otra, un cadáver con 300 ADD (o grados de temperatura
acumulados) mostrará unos signos de descomposición específicos, de modo que, para
conocer el intervalo postmórtem, basta con ir restando de la cantidad de ADD
correspondiente a ese estado de decaimiento la temperatura media de cada día
precedente hasta llegar a cero:
ADD - (TMP1 + TMP2 + TMP3
... + TMPn) = 0
o bien:
ADD = TMP1 + TMP2 + TMP3
... + TMPn
=> IPM = n
donde ADD es la cantidad de grados acumulados correlativa a un estado de
decaimiento específico, TMP es la temperatura media diaria precedente, desde el
día del hallazgo del cuerpo (TMP1) hasta el día de la muerte (TMPn),
e IPM es el intervalo postmórtem. Resumiendo, de acuerdo con Bass, el tiempo
transcurrido entre la muerte y el hallazgo del cadáver en un escenario
determinado es igual al número de días necesarios, de temperatura media
conocida, para acumular la cantidad de calor correlativa a un estado de
descomposición específico. La belleza de usar ADD —escribe Bass (Beyond
the Body Farm, p. 10)— para registrar la descomposición estaba en que
los datos podían usarse en cualquier parte del mundo: alrededor de los 1250 a
1300 ADD [en grados Farenheit], un cuerpo en cualquier parte del mundo
habría quedado reducido a puros huesos o a huesos recubiertos de tejido seco
momificado.
Otros autores contemporáneos han tratado de refinar el concepto (cf.
Alan Gunn, Essential Forensic Biology, pp. 258-60), pero a Sòng Cí no le resulta ajena esta idea y escribe ya
de modo incipiente: En tiempo extremadamente frío, cinco días equivalen a un
día de gran calor y la mitad de un mes equivale a tres días o cuatro de calor
extremo. En primavera u otoño, cuando el tiempo es sereno, dos o tres días
equivalen a un día de verano, y ocho o nueve días equivalen a tres o cuatro
días estivales.
Sòng Cí
sabe ya también que el esqueleto humano antes de la pubertad es andrógino, no
se ha diferenciado: Cuando debas pronunciarte acerca del esqueleto de una
criatura, di: “Ésta es una criatura de doce o trece años.” Si la gente te lo
discute y pregunta por qué no determinas si se trata de un niño o una niña,
replica que en tales circunstancias lo propio inicialmente es decir que la
víctima es una criatura de doce o trece años. Así, no es necesario decir si se
trata de niño o niña.
Tiene ya
claro, además, el concepto de escena primaria y secundaria, así como los signos
por medio de los cuales detectar el traslado del cadáver según haya sido la
muerte: A menudo se dan casos de suicidio por ahorcamiento entre las
sirvientas, sirvientes y otros residentes de la casa no emparentados con los
señores. La gente de la casa, ignorantes de la ley y tratando de evitar el mal
olor así como librarse de la investigación, trasladan el cuerpo al exterior y
lo cuelgan otra vez. En estos casos, debido al cambio de la posición relativa
de la primera cicatriz, se observarán dos cicatrices. La más antigua será de
color rojo púrpura con sangre debajo de la piel. La marca derivada de colgar
por segunda vez el cuerpo después de trasladarlo será blanca sin trazas de
sangre.
Y no se le escapa que, en temas de
investigación forense, el criminalista no puede fiarse de las apariencias ni dar
nada por supuesto. Aboga, así, por una expresión verbal y escrita que se remita
estrictamente los hechos sin incluir, consciente o inconscientemente, ninguna
aserción especulativa: En general, al llevar a cabo investigaciones
[sobre casos de de suicidio por ahorcamiento], uno no debería obstinarse
precipitadamente en que la causa de la muerte es el colgamiento, cuando dicha
causa no es claramente distinguible. En todas las muertes de esta índole,
indíquese meramente que la persona, aún viva, se puso una cuerda alrededor del
cuello y que padeció mortalmente y murió. Así se mantiene uno en guardia frente
a la posibilidad de que la víctima hubiese sufrido algún otro tipo de juego
sucio. Supóngase que la víctima estaba durmiendo y que otra persona cogió la cuerda,
lo estranguló y luego lo colgó en ese lugar. ¿Cómo podría ver el investigador aquí
un caso claro de suicidio por ahorcamiento? Hay que ser muy cuidadoso en estos
casos.
Es cierto
que la obra incorpora elementos fantásticos y supersticiosos que formaban parte
del sistema de creencias de la época —como la idea de que un tigre muerde en la
cabeza a principios de mes, en el estómago a mediados y en las piernas a
finales—. Pero, por otra parte, es tan meticulosa en los signos que el
investigador puede esperar en los diferentes tipos de muerte, en sus consejos
acerca de cómo distinguir el homicidio del suicidio y la muerte real de la
simulada, así como en el protocolo de acción que hace de la investigación un
procedimiento ordenado y concienzudo, que el criminalista de nuestro tiempo no
puede leerla sin formidable admiración.
A mi modo de ver, sólo unas pocas
críticas marginales pueden hacérsele a esta edición. En primer lugar, y desde
el punto de vista filológico, habría sido importante
precisar la lengua de la versión original así como las características de la
misma en el periodo lingüístico en el que se escribe la obra: decir que ésta se
ha traducido del “chino clásico” equivale a algo tan vago como alegar que se ha
vertido El Mío Cid desde el “europeo medieval”. Además, habría sido
deseable una transliteración más universal del chino —como el sistema pinyin,
por ejemplo— o, cuando menos, aclarar en detalle el método seguido. Incorporar
la grafía original de todos —no sólo algunos— de los términos clave, especializados
y dudosos, habría merecido el agradecimiento de los que conocemos y disfrutamos
del sistema sinográfico de escritura. Finalmente, y desde el punto de vista
médico forense, habría sido de sumo interés añadir comentarios críticos de
especialistas actuales sobre las diversas metodologías de análisis expuestas en
la obra, esclareciendo hasta qué punto resultaban eficaces o meramente
ingenuas.